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Benjamí tenía un estudio en el Raval de Barcelona, en una calle donde pasaban las putas, los hombres de bigote negro, los niños que aún juegan y algún turista perdido.

 

En un rincón del estudio se inventó un bar, donde se transformaba en camarero las tardes de domingo, detrás de una barra de verdad, con ceniceros de martini, palillos y vasos de bar.

 

Le encantaba preguntarnos qué queríamos, abrir unas cervezas, servirnos unas tapas. cuando el ambiente se calentaba, dejaba caer una sábana  desde aquel techo lleno de cuadros y maderas y de repente… estábamos en un teatro.

 

Sacaba su caja de sombreros de Marruecos y de la India… y bailaba detrás de aquella tela blanca una danza de sombras.entre un hombre cactus cubriéndose de la lluvia con un paraguas; de dos enamorados discutiendo encima de un planeta; del silencio de los domingos del Eixample; de sirenas y Cabareteras entre columnas y palmeras; de elefantes, miles de elefantes; de Rita Hevia, Ben Amin y Isidre Tarragona; de historias de Eloi, con las que sus amigos inauguramos desde hace años todos los meses; de blocs pintados en un instante de un semáforo; de libretas que solo se abren al anochecer, para que salgan de dentro las gitanas; de una maleta pintada con divas de ópera en medio de una de «nuestras» fiestas, que aún es la reina de los aeropuertos; de tantas tardes buscando con los pinceles la poesía.

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